jueves, 28 marzo, 2024

«Id y haced discípulos a todas las gentes»

Dios no es indiferente a la situación de la humanidad, siente la urgencia de comunicar al hombre desorientado el camino de la vida y la dicha verdaderas; por eso el envío final de Jesús Resucitado que nos relata el evangelio de Mateo: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes” (Mt 28, 19), es un eco que hace resonar, a lo largo de los siglos, una bellísima melodía cargada de fuerza y de ternura: Dios tiene corazón, se conmueve con lo humano como algo propio, y en el desvalimiento del hombre que sufre se ofrece como custodia y guardián.

Dios no abandona al hombre. Muestra de ello es que el Resucitado no pronuncia ninguna palabra de juicio antes de subir al cielo, sino que lo que le preocupa es el “hacer de sus discípulos” y la suerte de los hombres1. Por eso, con sus últimas palabras: “Id y hacer discípulos” – que en clave mateana bien podría decirse: Id y haced pequeños, ya que este apelativo es uno de los preferidos de Mateo para designar a los discípulos2 – no sólo nos indica la misión, sino que nos muestra quién es Dios y cuál es su diseño de amor para el hombre. Y esto siempre desde lo asombroso de Dios, que envía a “pequeños” como portadores de la Luz y la Vida, frente a las tinieblas y la muerte en que yacen postradas todas las naciones, tinieblas que son quebradas y vencidas por la fuerza y la luz de la resurrección3.

Esto es lo que hemos celebrado en esta XXVIII Jornada Mundial de la Juventud, y esta es la Buena Noticia a transmitir sin demora.

De este rostro de Dios, que nos presenta el final del relato evangélico de Mateo, destaco dos rasgos de su belleza: el poder de Dios que rompe las tinieblas, encendiendo la luz del Evangelio con el anuncio, y la compañía de Dios a los pequeños – y desde ellos a todos los hombres- expresada con las últimas palabras de Jesús: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20), palabras que se convierten en la heredad de los discípulos y de todos cuantos la acogen.

Veamos estos dos rasgos del perfil de Dios.

1. El poder de Dios o la fuerza del amor

En la profesión de fe decimos: “Creo en Dios, Padre Todopoderoso”, el poder de Dios y su paternidad están entrelazados en nuestra fe, pero nos es necesario una comprensión de ello a la luz de la Escritura para profundizar y vivir gozosamente nuestra fe.

La paternidad hoy día está desfigurada y sin modelos de referencia. El padre es la imagen de alguien a quien confiarse sin reservas, el puerto donde hacer reposar nuestras fatigas seguros de no ser rechazados. Se puede hablar del padre en cuyos brazos se está seguro, en definitiva esta figura es evocación del origen, de la casa, del corazón al cual reconducir todo lo que somos, del rostro al que mirar sin temor. La necesidad del padre es equiparable a la necesidad humana más básica de una referencia, que está hoy deteriorada o ausente en nuestro mundo.

Pero la revelación bíblica nos ayuda a superar estas dificultades hablándonos de un Dios que nos muestra qué significa ser verdaderamente “padre”. Dios es un padre de bondad que acoge y abraza al hijo perdido y arrepentido (Lc 15, 11s), este “volver a mi padre” del hijo pródigo expresa la exigencia de un origen en el cual reconocerse, de una compañía por la cual sentirse amados y perdonados, de una meta hacia la cual tender. Dios en la Biblia es también el que da gratuitamente a quienes piden (Mt 18, 19; Mc 11, 24; Jn 16, 23), y ofrece el pan del cielo y el agua viva que hace vivir eternamente, más allá de toda muerte (Jn 6, 32. 51.58).

Por eso el orante, rodeado de enemigos, busca ayuda en el Señor y dice: “Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me recogerá” (Sal 27, 10). Dios es un padre que no abandona a sus hijos, un padre amoroso que sostiene, ayuda, acoge, perdona, salva, con una fidelidad que sobrepasa inmensamente la de los hombres. Su amor es amor hasta el extremo que no desfallece nunca. La paternidad de Dios es Amor infinito, ternura que se inclina hacia nosotros, hijos débiles y necesitados de todo. Y su poder, su omnipotencia no se expresa en la violencia, ni en la destrucción de cada poder adverso, sino que se expresa en el amor, en la misericordia, en el perdón y en la aceptación de nuestra libertad, sin dejar de llamarnos a la conversión del corazón.

Una actitud aparentemente débil, hecha de paciencia, de mansedumbre y de amor, pero que demuestra que éste es el verdadero modo de ser poderoso. ¡Éste es el poder de Dios! Sólo quien es verdaderamente poderoso puede soportar el mal y mostrarse compasivo. La omnipotencia del amor no es la del poder del mundo, sino la del don total, y Jesús revela al mundo la verdadera omnipotencia del Padre dando la vida por nosotros. Cuando decimos: “Creo en Dios, Padre Todopoderoso”, expresamos nuestra fe en el poder del Amor de Dios, que derrota el odio en la cruz y nos abre a la vida de hijos4.

La invitación del Resucitado: “Id y haced discípulos” es un apremiante mandato de marchar y dar a conocer este poder de Dios a todos los pueblos, acercar a cada hombre el verdadero rostro de Dios e iniciarles a la vida de hijos de Dios. Y esta paternidad de Dios, cuyo Amor es más grande que la muerte, muestra el ser de Dios como Pastor, revelado plenamente en Jesús. Un Pastor que tiene memoria.

2. La compañia a los pequeños: la memoria del pastor

Dios ha sido presentado a lo largo de toda la Escritura como un Pastor que vela por su pueblo, el Pastor de Israel. Pero no sólo vela, también tiene memoria. La memoria del Pastor es parte del cuidado del rebaño. Dios es un Pastor que no olvida a la oveja, la recuerda con ternura, como dice el profeta: “Se han conmovido mis entrañas por él, ternura hacia él no ha de faltarme” (Jr 31, 20); y es un recuerdo con cariño maternal: “¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho?…Pues aunque esas llegasen a olvidar, yo no te olvido” (Is 49, 15)

Esta memoria de la oveja en el Pastor no es algo puntual o provisional, es para siempre, como un tatuaje grabado en la piel que dice la profecía de Isaías: “Míralo, en las palmas de mis manos te tengo tatuada” (Is 49, 16), evocando la memoria del Creador por su criatura, tal como dice anteriormente el profeta: “Yo te he formado, tú eres mi siervo, Israel, yo no te olvido” (Is 44, 21)

Desde esta óptica, podemos decir con Carmine Di Sante que el Nombre de Dios es: “yo no te abandonaré jamás”. Y es que Dios, Pastor de Israel, al definirse a Moisés como “Yo soy el que soy” (Ex 3, 14) se define como Aquel que está y estará siempre con Israel, perfilando así su paternidad y su poder5.

En los versos precedentes del libro del Éxodo, Dios se autopresenta de este modo: “He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto, he escuchado el clamor ante sus opresores y conozco sus sufrimientos. He bajado para librarlo de la mano de los egipcios y para subirlo de esta tierra a una tierra buena y espaciosa” (Ex 3, 7-8).

A la luz de estos versos el ser de Dios es “su existir para el hombre”, su acercarse a él para ser su compañero y aliado. Su Nombre, su verdad última, es “mirada puesta sobre Israel” y “oído atento al clamor”. Por eso los sabios del Talmud interpretaron este Nombre así: “Ese Nombre significa que Dios está siempre presente y cercano donde se sufre”6.

Ciertamente, el Nombre de Dios es “yo no te abandonaré jamás” como canta el salmo 23, que puede considerarse como un despliegue sugestivo de este Nombre:

“El Señor es mi pastor, nada me falta, en verdes praderas me hace recostar,

me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas,

me guía por el sendero justo por el honor de su nombre.

Aunque camine por cañadas oscuras nada temo porque tú vas conmigo,

Tu vara y tu cayado me sosiegan…” (Sal 23, 1-3)

El Señor es el Pastor que por “honor a su nombre” hace que no le falte nada al ser humano, ni su recuerdo. Aquel, que para ser coherente con el Nombre que tiene y que es, hace reposar, conduce y repone las fuerzas de todo el que se fía de él.

Este Nombre es lo último que pronuncia Jesús a sus discípulos antes de ascender al cielo, según la narración de Mateo: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).

Como un arco inclusivo, Mateo engloba todo el evangelio, desde el inicio hasta el fin, con esta compañía de Dios al hombre. En el principio del relato, el Nombre Enmanuel, que significa “Dios con nosotros” (Mt 1, 23), se une al final del evangelio en la ascensión, “Yo estoy con vosotros” (Mt 28, 20), como expresión del deseo de Dios desde el origen hasta el fin: acompañar a la humanidad hacia su amistad y comunión. Una compañía que ya cantaba el salmista cuando dijo: “Yo estoy siempre contigo, tú agarras mi mano derecha, me guías según tus planes, y me llevas a un destino glorioso” (Sal 73, 23 – 24).

Esta cercanía de Dios al hombre, signo de su paternidad y su pastoreo, es mostrado a los hombres plenamente en Jesús, el Pastor Hermoso que tiene lágrimas.

Las lágrimas del pastor

En el Evangelio de San Juan, Jesús se presenta como el “Pastor Hermoso”, según reza el original griego7: “Yo soy el Pastor Hermoso y conozco a mis ovejas” (Jn 10, 14), revelándonos así a Dios, su Padre.

La belleza del Pastor está en el amor con que se entrega a sí mismo a la muerte por cada una de las ovejas. La entrega suprema de amor se realiza plenamente en la cruz. Es allí donde “el más hermoso de los hombres” (Sal 45, 3) se ofrece en el signo paradójico de lo contrario, como “hombre de dolores…como uno ante el cual se oculta el rostro” (Is 53, 3). En la cruz aparece la belleza crucificada, es más, la belleza es el amor crucificado, revelación del corazón de Dios, que ama al hombre creado por Él, y le abre así el camino de la Vida y la puerta del paraíso8.

Este amor paterno ya había sido revelado por Jesús en otros momentos, concretamente a través de las lágrimas ante la tumba de Lázaro y en la oración al inicio de la Pasión.

La narración de San Juan dice que Jesús al ver llorar a María, hermana de Lázaro, se conmovió interiormente y dijo: “¿Dónde lo habéis puesto? Le respondieron: Señor ven y lo verás. Jesús derramó lágrimas. Los judíos entonces decían: Mirad cómo lo quería” (Jn 11, 34 – 36).

La conmoción de Jesús se vincula en todo el relato a una continua e intensa vinculación con el Padre, de hecho dirá antes de llamar a Lázaro: “Padre te doy gracias porque me has escuchado” (Jn 11, 41). La frase revela que Jesús no ha dejado ni un instante la oración por la vida de Lázaro9, y que el plan del Padre sobre el hombre es enjugar las lágrimas de todos los rostros (Ap 21, 4.5), haciendo todas las cosas nuevas y llamando a la humanidad a levantarse de su postración y a caminar hacia Él, fuente de Vida. Ya anteriormente el orante, oprimido por sus enemigos, había suplicado: “¡Recoge mis lágrimas en tu odre, Dios mío!” (Sal 56, 9).

Si seguimos la etimología hebrea, lágrima (demah/ DMH) significa “la sangre del ojo” (dam hayin). Hayin significa “ojo” y “fuente”. Y la sangre para el hebreo es la vida. Así, dice Marie Vidal, una lágrima, la sangre del ojo, es fuente de vida para el hebreo. Jesús llora ante Lázaro muerto. Derrama la sangre del ojo, fuente de vida en su sentido hebreo, sus lágrimas ya anuncian la resurrección y la búsqueda del Pastor por la oveja postrada para devolverle a la vida del rebaño10.

En otro momento, antes de la Pasión, Jesús ora y Lucas relata el momento así: “Sumido en agonía, insistía más en su oración. Su sudor se hizo como lágrimas (gotas/tromboi) espesas de sangre que caían en tierra” (Lc 22, 44).

La palabra sudor sólo aparece una vez al comienzo de la biblia, en el libro del Génesis: “Con el sudor de tu rostro comerás el pan” (Gn 3, 19), y una sola vez al final del evangelio de Lucas (Lc 22, 44), como una inclusión entre Adán y Jesús, Nuevo Adán.

Si volvemos al inicio de la historia leemos que tras la caída, Dios dirige unas palabras a Adán y le dice: “Comerás la hierba del campo” (Gn 3, 18). Dios le relegaba así al nivel de los animales, pero inmediatamente le indicó la diferencia entre los animales y el hombre: “Con el sudor de tu rostro comerás el pan” (Gn 3, 19). Estas palabras no eran una maldición o castigo, sino la expresión de la dignidad humana sobre los animales.

En la Pasión de Jesús, en sus gotas de sudor, resuena la vocación primera del hombre a no ser sólo un animal. Para Adán es fuente de vida humana el sudor de su rostro. Para Jesús, sus gotas de sangre, sus lágrimas, son fuente de vida humana, fuente de humanidad para un muerto. Con palabras de Marie Vidal: “Jesús llora y su llanto gana el pan de aquellos a quienes quiere alimentar”11, es su pastoreo como “Pastor Hermoso”, es la revelación de la paternidad de Dios.

Las lágrimas de Jesús ante Lázaro y en su Pasión no son signo de derrota ante la muerte, son signos del corazón paterno de Dios, de su amor al hombre expresado como oración, ya que para el hebreo las lágrimas son oración, tal como el comentario de los sabios, la guemarah, dice: “No te avergüences de llorar alguna vez, porque llorar es la confesión de una impotencia salvadora que va a permitir la intervención divina, que llevará la solución de tu problema”12. Las lágrimas no son sentimentalismo ni sinónimo de derrota, de debilidad o de tristeza. Significan otra cosa, significan que en un momento dado hay otro distinto de mí que tiene mi solución, Dios, y entonces rezo y le imploro.

Conclusión

Podemos, pues, concluir que este envío de Jesús Resucitado: “Id y haced discípulos” (Mt 28, 19), que presidió la JMJ 2013, y que resuena hoy para nosotros, es expresión no sólo de la misión, sino que nos muestra quién es Dios y cuál es su diseño de amor para el hombre. Nos indica que Dios tiene corazón, que se conmueve con lo humano, y que siempre actúa desde la lógica asombrosa de enviar a “pequeños” como portadores de la Luz y la Vida de Dios.

Este es el gozoso motivo de este encuentro mundial, donde hacer visible el poder de Dios y su permanente compañía al hombre, que se convierte en el tesoro del discípulo. Poder y paternidad quedan entrelazados. Dios es alguien a quien confiarse sin reservas, puerto donde hacer reposar nuestras fatigas seguros de no ser rechazados; Dios es Padre porque es origen, casa y corazón al cual reconducir todo lo que somos, rostro al que mirar sin temor.

Su poder es amor y perdón eternos, ternura que se inclina hacia nosotros, comprensión y paternidad; un poder que es pastoreo y compañía al hombre desorientado para conducirlo a fuentes tranquilas, reparar fuerzas y sanar sus heridas. Su amor es aceptación de nuestra fragilidad, sin dejar de llamarnos a la conversión del corazón.

El pastoreo de Dios conlleva oración y lágrimas, sudor y humanidad, los cuales muestran al Pastor Hermoso que es Dios, que se inclina sobre la humanidad para alzarla y mostrarle su Nombre verdadero, su identidad, que se expresa bellamente con palabras proféticas: “Yo no te abandono”. El pastoreo o paternidad de Dios es memoria y vela de la oveja, cuidado y recuerdo tatuado, mirada puesta sobre el rebaño y oído atento al clamor.

Todo esto y más entraña este eco divino: “Id y haced discípulos a todas las gentes” que es el más bello rostro de Dios y la más apasionante misión: mostrar la conmoción de Dios por la humanidad débil y necesitada y encender en las tinieblas del mundo la Luz de Dios para siempre.

 

 

1 D. Marguerat, Le jugement dans l’Èvangile de Matthieu (Monde de la Bible 6), Ginebra 21995.

2 Cf. Mt 10, 42; 11, 25; 18, 6.10.14; 25, 31-42.

3 E. Cuvilliier, “El Evangelio según Mateo” en: D. Marguerat (ed.), Introducción al Nuevo Testamento. Su historia, su escritura, su teología, Bilbao 2008, 63 – 82.

4 Benedicto XVI, Audiencia General del 30 de Enero de 2013, Ciudad del Vaticano.

5 C. Di Sante, El Padre Nuestro. La experiencia de dios en la tradición judeo-cristiana, Salamanca 1998, 38 – 40.

6 D. Lattes, Nuovo comment alla Torah, Assisi – Roma 1976, 206.

7 Aunque la traducción preferida, decía Martini, es el “Buen Pastor”.

8 C. M. Martini, Creo en la vida eterna, Madrid 22012, 84-85.

9 Benedicto XVI, audiencia General del 14 de Diciembre de 2011, Ciudad del Vaticano.

10 M. Vidal, Un judío llamado Jesús, Biblioteca Mercabá. Bilbao 1997, 65 – 70.

11 M. VIDAL, idem 69.

12 Citado por M. VIDAL, o.c.

 

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