La fe, por la que el creyente se une a Cristo, adhiriéndose incondicionalmente a su persona y a su mensaje, es una estupenda noticia que produce una gran alegría. La gran alegría que los ángeles anunciaron en Belén a los pastores. Cuando el Salvador nace, y nace cada vez que una persona lo acoge en la fe, se produce la gran alegría para todo el pueblo. Y como hay estados de ánimo que resultan contagiosos, también los mensajeros del Evangelio, cuando ven los frutos que produce la predicación, se llenan de alegría. Así se explica que, cuando Bernabé se percató de la acción de la gracia de Dios en Antioquía por la que “una considerable multitud se agregó al Señor”, “se alegró mucho de ello” (Hech 11,23-24).
Si la vida cristiana es una vida triste, y si el anuncio del Evangelio es una cosa seria, algo va mal en esta vida y en este anuncio. En este sentido el gozo y la alegría, resultado de la actuación del Señor en nuestras vidas, puede ser un buen baremo para medir el grado de acogida del Espíritu Santo y la calidad de nuestro testimonio. El cristiano debe alejar de sí toda amargura (Ef 4,31), para acoger “el fruto del Espíritu: amor, alegría, paz” (Gal 5,22).