viernes, 19 abril, 2024

Cómo afrontar los desafíos que emergen en la dimensión de la comunión (I)

Son dos las tareas que este tema nos invita a abordar: identificar los desafíos que se dan en el campo de las relaciones a distintos niveles, y tratar luego de formular una posible respuesta, por parte de la vida consagrada, a estos desafíos.
En realidad podemos entender de dos modos el papel de la relación interpersonal, tal como se la vive hoy en los distintos contextos (también en la vida consagrada), por lo que se refiere a estos desafíos: en un primer sentido la relación humana es o puede ser el lugar del desafío, o incluso el motivo de cierta conflictividad; en un segundo sentido, podemos entender la relación fraternal, en particular como se vive o se debería vivir en nuestras comunidades, como respuesta a los desafíos. Tendremos presentes estos dos sentidos.

Desafíos actuales respecto a la relación-comunión
Ante todo se necesita cobrar serenamente conciencia de que estamos viviendo una fase de transición general, de gran transición cultural que no puede dejar de afectar también a la vida consagrada, la cual anda metida en algunos cambios, a distintos niveles, que importa delinear con precisión. Atravesamos un momento histórico decisivo, como un gran parto, en el que tiene lugar la lenta disgregación de un equilibrio precedente (la llamada sociedad de cristiandad) a la vez que, de modo progresivo y con pareja lentitud, se forma un nuevo equilibrio. Es muy probable que nosotros no veamos la arribada a una nueva orilla. Somos una generación nacida en un transbordador, en una barca en movimiento1…, o pueblo que yerra en el desierto por caminos desconocidos y que todavía no ve la tierra prometida…, o hijos de la luz envueltos todavía en las nieblas de la gran tribulación. En semejante contexto todo está en estado de desintegración y de nacimiento. En ese sentido, todo está en crisis, en transición.
A nivel cultural: del grupo a la centralidad del sujeto
Se está desplazando el valor central de la comunidad y del bien común (en el plano social, político y también religioso) y se está poniendo cada vez más en el centro el individuo, con sus derechos y su necesidad de autorrealización, con el derecho, en particular, a expresarse y realizarse en sus diferencias personales, de género, étnicas, religiosas. Ahora es la sociedad la que está al servicio del individuo.
A nivel eclesial y de vida consagrada el fenómeno es más bien evidente, especialmente en los jóvenes religiosos que reclaman realizarse a sí mismos más que dedicarse a la causa, la cual ya no está en el centro ni tiene gran poder de arrastre. Las generaciones más jóvenes buscan su propio bienestar y dentro de este bienestar pasan también a estar en condiciones de ser generosas y de comprometerse.
Esto no es forzosamente una traición; es una nueva perspectiva. Tiene sus límites y sus ambigüedades (p. ej., el neo-narcisismo, también religioso, la tendencia a una interpretación muy subjetiva de los valores, el riesgo de perder la relación2…), pero también ha fomentado una serie de preocupaciones útiles e importantes en lo que se refiere al sujeto (p. ej., el concepto de formación permanente, la apropiación subjetiva de los valores con el papel insustituible de la conciencia individual, o la recuperación de la relación sobre una base antropológica y creyente nueva, a saber, la de la concepción del hombre relacional más que racional…).
A nivel eclesial: del sistema funcional-individual a la relación ministerial-comunional
Si antes del concilio se entendía la Iglesia de modo dual (clérigos por una parte y religiosos/laicos por la otra), con identidades (y escalas jerárquicas) ordenadas según los roles, la eclesiología conciliar ha promovido la idea de pueblo de Dios, al que pertenecen todos los creyentes, con carismas y ministerios diferenciados que se completan recíprocamente: igual dignidad, por tanto, y diferencia de funciones para el bien del conjunto. Y no ya la lógica del sistema, frío e impersonal, sino la idea cálida de la relación, seno fecundo de la identidad humana.
Esto ha llevado, por un lado, a romper la conexión obligada entre identidad y rol o entre carisma y función operativa, como si a uno se lo identificara con el papel que desempeña (como si fuera una sola cosa con él: tal es el caso de los “enrolados”), y corriera el riesgo de verse aplastado y homologado; y ha llevado, en cambio, a favorecer modalidades interpretativas originales y significativas, o bien aquella excedencia de significado y creatividad que deriva del carisma, que no se puede identificar sin más con la función y que siempre es más misterioso y rico que ella.
Otra consecuencia importante es la relación, también a nivel conceptual, entre identidad y relación, entre identidad y alteridad. En efecto, es imposible definirse a sí mismo y el propio yo ideal simplemente… por referencia a sí mismo, prescindiendo de la relación y de los otros; el yo emerge sólo de la relación con el tú, y sólo se realiza en la interacción con las realidades diferentes (partiendo de la realidad diferente de Dios, el Radicaliter Aliter). Es el paso de la identidad excluyente a la participativa, o de la persona-estatua a la persona-música (Capitini), de una subjetividad monológica a una dialógica y sinfónica, que permite e incluso reclama la interacción y la comunicación con los otros carismas y ministerios3.
Otra consecuencia a nivel de relaciones intracomunitarias: el paso de la interpretación de las relaciones rígidamente vinculadas a las funciones (y a los roles), a una interpretación de la relación que conduce a la reciprocidad; el paso de la insignificancia o banalidad relacional al descubrimiento de su centralidad, en el plano humano y espiritual4. Más adelante volveremos sobre estos conceptos.
A nivel de Vida Consagrada: del modelo de la perfección al modelo del don
Es un dato o un fruto del concilio que afecta a la misma forma de concebir la vida consagrada, sus raíces y su fin. Desde siempre se ha pensado la vida consagrada en relación con la perfección, y como depositaria de un camino o titular de un proyecto muy exclusivo que acaba poniéndola en una posición de superioridad respecto a las otras vocaciones eclesiales.
El concilio pone las premisas para dar un vuelco a esta perspectiva y pasar de la perspectiva de la perfección a la del don, según la cual la vida consagrada misma es don hecho por Dios a la Iglesia y al mundo para el bien de la Iglesia y del mundo. El modelo de la perfección es individualista y está muy expuesto a tentaciones narcisistas; el modelo del don es comunitario, supone la participación de todos en comunidad y remite a la comunidad eclesial y social; el primero se expone a hacer consistir la santidad en los esfuerzos del individuo, el segundo canta la gracia que proviene de Dios; el aspirante a la perfección no se muestra agradecido a nadie (salvo a sí mismo), a diferencia de quien sabe que todo lo ha recibido como don, lo que tiene y lo que es, se muestra agradecido y encuentra natural compartir el don inmerecidamente recibido; además, la perfección es privilegio de pocos supervoluntariosos (¿o voluntaristas?), mientras que la santidad pertenece sólo a Dios, que la quiere comunicar a todos y que se manifiesta sobre todo en quien reconoce la propia debilidad; el fin de la perfección está todo él dentro del sujeto, el fin de la lógica del don es la puesta en común del don mismo (de los propios bienes espirituales, incluida la santidad); con el modelo de la perfección la vida consagrada se considera colmada y satisfecha cuando ha observado sus reglas, con el modelo del don sólo goza cuando ha podido compartir su don. Sólo a la luz del modelo del don se siente la vida consagrada plenamente responsable del mundo que se le ha confiado, y al mismo tiempo reconoce sin ninguna superioridad a los hombres y las mujeres de nuestro tiempo como compañeros de viaje, y el mundo como lugar de salvación, que hay que acoger y en el que hay que vivir con simpatía y en la solidaridad de la carne. El modelo de la perfección es complicado e innatural en el plano humano, crea falsos problemas (de superioridad vocacional) e impide que la persona se ría de sí misma, es improbable desde el punto de vista psicológico y a veces genera obsesiones y escrúpulos (es lo que sucedió en el pasado); el modelo del don es mucho más… higiénico y saludable, simplifica la vida y las relaciones, permite descubrir el sentido auténtico de la vida como bien recibido que tiende por naturaleza a convertirse en bien donado, permite también que uno no se tome demasiado en serio y que busque, sobre todo, la santidad en verse libre de toda pretensión de ambición espiritual y en abandonarse con actitud liberadora en el poder del Altísimo.
Las consecuencias de este tránsito estratégico del modelo de perfección al del don son incalculables para la vida consagrada de hoy.
A nivel social: de las prestaciones de servicios al ofrecimiento de relaciones
Un elemento esencial que ha puesto y está poniendo en discusión el modo de establecerse de la vida consagrada es el cambio de las necesidades sociales, o de las expectativas en tal sentido, respecto al momento en que nacieron las distintas formas de vida consagrada. En gran parte, hoy, en las sociedades occidentales, las necesidades no consisten ya en falta de bienes (de primera necesidad, de salud, de saber, de medios de subsistencia…). Las congregaciones masculinas y femeninas de vida activa, nacidas del siglo XVIII en adelante, y que alcanzaron su cota máxima en el siglo XIX, surgieron en gran parte para salir al paso de dos necesidades primarias que la sociedad no estaba en condiciones de satisfacer: la atención a los enfermos y la atención a los niños (hospitales y escuelas-orfanatos), manteniendo siempre como telón de fondo, en la práctica totalidad de los institutos, una atención específica a los más pobres y necesitados en general, hasta nuestros días. De este modo la vida consagrada era objeto de reconocimiento y aprecio eclesial y social, e incluso se la buscaba y se la esperaba vivamente en varios contextos sociales.
La crisis afecta hoy en particular a las congregaciones de vida activa, porque las necesidades para las que nacieron han sido asumidas, total o parcialmente, por la sociedad (piénsese justamente en la enseñanza y la atención a los niños, o en la educación en general), que, por diversos motivos, no todos ellos claros, ha podido dejarle a la vida consagrada sectores marginales y a veces difícilmente compatibles con el carisma de los orígenes (piénsese en el equívoco de la enseñanza o de la prestación sanitaria gestionadas por religiosos/as y de hecho sólo accesibles a los más pudientes…).
Sin embargo, hay que tener presente que también en las sociedades más desarrolladas se reproducen continuamente formas nuevas de malestar y pobreza. La misma sociedad no logra darles respuestas oportunas y convenientes, y podrían constituir la nueva frontera de la vida consagrada, en la que cabría recuperar y reconvertir la finalidad originaria de la vida consagrada misma, el amor de los comienzos.
Pero además de estas “nuevas pobrezas”, siempre dramáticamente actuales como un organismo que se regenera continuamente, se ha creado hoy un nuevo espacio de necesidad, que en realidad no está cubierto por ninguna agencia, a saber, la situación socio-cultural de la fragilidad de las relaciones. Es importantísimo recordarlo: hoy es visible a varios niveles una herida en las relaciones humanas, una especie de herida relacional, como un espacio lacerado que se convierte a menudo en lugar de conflictos, en las familias, en las relaciones amistosas, en los ambientes de trabajo, también en la Iglesia y en las sacristías, en las relaciones entre los estados y entre los grupos; hay una diferencia que inmediatamente se percibe y se vive como conflictiva y una alteridad que parece obstruir toda posibilidad de entendimiento. Es el espacio herido de las relaciones, o la necesidad intensa de relaciones profundas, como un territorio que descubrimos hoy, y que interpela a la vida consagrada. ¿No es acaso la vida consagrada misma un acontecimiento de relación, con Dios y con los hombres? ¿Es que “espiritual” no significa “relacional” (y no “inmaterial”)? ¿No ha sido siempre la vida consagrada experta en comunión, para que la Iglesia, a su vez, sea la casa (=espiritualidad) y escuela (=pedagogía) de la comunión?5
¿Cómo conjugar hoy esta demanda y expectativa con los propios orígenes y con los objetivos de la propia familia religiosa? No son quizá las obras el elemento decisivo de la vida consagrada hoy, sino más bien la capacidad de interpretarlas y gestionarlas como lugar en que recobrar y ofrecer la auténtica relación, donde cada hombre y mujer, pequeño o grande, pobre o rico, de este siglo pueda ser acogido y sentirse comprendido y devuelto a la dignidad de su propia humanidad.
A nivel kerigmático-apostólico: del anuncio (unidireccional) a la aculturación-inculturación de la fe
Este tránsito implica la adopción de un nuevo modelo comunicativo, que privilegia y pone en el centro al otro en su singularidad y la relación como acontecimiento creativo en una medida mucho mayor que la del modelo del anuncio unidireccional. La llamada “Nueva Evangelización”, lanzada por Juan Pablo II (y que ha quedado algo indefinida, y hoy quizá algo olvidada), es nueva no sólo por la pasión y la creatividad que entraña, sino por el método adoptado, método típicamente relacional, podríamos decir, pues implica un doble dinamismo o un doble sentido: la aculturación y la inculturación. La primera (decir la propia fe en lengua y dialecto local) va del evangelizador al evangelizado, la segunda (la inculturación) va en sentido contrario, es decir, significa la reexpresión del mensaje de la fe recibido según los términos, la cultura, la expresión, la sensibilidad del evangelizado, el cual pasa a ser en este momento evangelizador respecto a aquel de quien ha recibido el mensaje creyente, como si se lo devolviera nuevo y original. Es la famosa lógica del evangelizari a pauperibus! Pero que pide una profunda disponibilidad para el cambio, una conversión del modo de entender la evangelización misma, a la luz precisamente del concepto de relación, y no solo de la relación con el otro, con el mundo, con el extracomunitario, sino también con el hermano con quien comparto la fe y la consagración, porque nadie puede improvisar “fuera” lo que no ha aprendido a hacer “dentro”.
Aquí se plantea el verdadero problema actual: el de reinterpretar globalmente el modelo de vida consagrada. Por eso, después de haber hablado durante años de aggiornamento, hoy se vuelve a hablar de refundación de la vida consagrada. No basta con reajustar algunas cosas, hay que construir y vivir las relaciones, vivir los votos de modo que conjuguen fidelidad a los propios orígenes con significatividad actual cultural. ¡No hay duda de que se trata de un auténtico desafío!
¿Cómo acoger estos desafíos para que se conviertan en momento de gracia?

1 Es la sugestiva imagen usada por Baricco en su novela Novecento.
2 Según un modo algo esquemático pero eficaz de describir el estado de la relación entre el yo, el tú y el nosotros se podría decir que actualmente hay mucho yo, un “tú-enfrente”, y poco o poquísimo nosotros.
3 Cf A. Cencini, Fratelli in comunità: dalla funzione alla reciprocità, en A. Guccini (ed.), La comunità per domani. Prospettive della vita religiosa apostolica, Bolonia 2000, pp. 224-225.
4 Ibidem, 225-229.
5 Cf . Novo Millennio Ineunte, 43-44.

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