Y sin embargo, un pueblo, un ser humano, desvestido de esperanza, sólo camina hacia el suicidio (y ejemplos ocultados por ser anti-mediáticos tenemos en los últimos años en España). Dice Torres Queiruga que “el problema de la esperanza coincide con el problema de la existencia humana: la manifiesta en uno de sus aspectos fundamentales”. Y para Bloch, “la razón no puede florecer sin esperanza ni la esperanza sin la razón”. Y es que a menor dosis de esperanza existencial mayor deterioro y precariedad humana. “Un hombre sin esperanza sería un absurdo metafísico”(Laín Entralgo).
Francisco lo sabe muy bien, por eso acude a la esperanza como el ungüento irremplazable para lubricar la reforma eclesial. Sin esperanza no hay restauración, no hay reforma, no hay conversión. Como no la hay sin misericordia, sin concordia, sin diálogo, sin conversión personal. Y entonces se nos hiela el cristianismo en las venas, como se está helando en la vieja y postcristiana Iglesia europea. El papa de las reformas (no sólo curiales o “vaticanocéntricas”) está empeñado en remover los sedimentos de esperanza que aún nos queden en el hondón del alma. Pero sabe, sobre todo, que sólo desde Cristo es posible la esperanza, que “nuestra esperanza tiene un nombre: Jesucristo… sólo desde Cristo resucitado se nos revela el ‘futuro’ último que podemos esperar para la humanidad”, nos dice Pagola. También nuestra Iglesia, en sus entretelas, está muchas veces “desvestida de esperanza” y demasiado revestida de seguridades, “mundanidades”, burocracia inútil, corrupciones e “inequidad” (Francisco). La cosa es clara: o los que tenemos que ser “expertos en esperanza” lo somos realmente, o no entusiaremos a nadie con el “Evangelii gaudium”. Porque “spes y gaudium” son primas hermanas, o mejor, buenas hermanas. Este Adviento estamos retados a rescatar nuestra añeja esperanza de tiempos mozos y añorados, fragmentada tal vez por tantos años de frío glacial; gozar con el kairós de Francisco impidiendo que sea “el llanero solitario” de la Iglesia de Jesucristo; restaurar y reciclar nuestras parcelas más íntimas y más vecinas; creer que se puede esperar, es decir, tener fe en la esperanza, como nos invitaba Ratzinger en su “Spe salvi”. Y creer, de verdad, lo que ya nos decía Jeremías: “Hay esperanza para el futuro” (Jer.31,17).