miércoles, 24 abril, 2024

Jesús resucitado, el abrazo de Dios a la humanidad

Corren tiempos recios para nuestra débil sociedad, y en el momento del dolor es cuando surgen, de manera más aguda, en el corazón del hombre las preguntas últimas sobre el sentido de la propia vida.

Mientras la palabra del hombre parece enmudecer ante el misterio del mal y del dolor, y nuestra sociedad parece valorar la existencia sólo cuando ésta tiene un cierto grado de eficacia y bienestar, la Palabra de Dios nos revela que también las circunstancias adversas son misteriosamente “abrazadas” por la ternura de Dios1. En la adversidad, el Padre de la vida no deja de inclinarse amorosamente sobre la humanidad afligida, no abandona al hombre -obra de sus manos-, sino que se acerca a su criatura -conociendo sus sufrimientos- para ser con su palabra lámpara y luz para sus pasos, guía y consuelo en el camino.

El Dios de la revelación, nuestro Dios, no da una respuesta teórica a la pregunta sobre el por qué del dolor del mundo, simplemente se ofrece al ser humano como “custodia” para que el hombre no desfallezca, como “seno” de este dolor para transformarlo en vida. Nuestro Creador, que no deja que se pierda ninguna lágrima de sus hijos porque las hace suyas, es un Dios cercano, que justamente en la cercanía revela su amor de misericordia y su ternura fiel.

El culmen de la cercanía de Dios al sufrimiento del hombre lo contemplamos en Jesús mismo, que sufrió con nosotros, murió y resucitando nos mostró la belleza del amor de Dios que rompe la muerte, y hace surgir la vida y la luz verdadera.

En Pascua resplandece esta belleza que salva, la caridad divina se derrama en el mundo. En el Resucitado, colmado por el Padre del Espíritu de vida, no sólo se consuma la victoria sobre el silencio de la muerte, y se ofrece la forma del hombre nuevo -un hombre en pie con heridas llenas de luz- sino que se lleva a cabo el supremo “éxodo” de Dios hacia el hombre y del hombre hacia Dios; se realiza aquella apertura -más allá de sí mismo- a la que aspira el corazón del hombre: vivir para Dios y el prójimo, vencida la muerte de vivir para sí mismo. Si hacemos nuestro, en la fe, el acontecimiento de la pascua, también nosotros somos arrastrados por éste éxodo y gustamos de la belleza de la fiesta del Padre.

En la Escritura hay una parábola que nos muestra éste éxodo que es la Resurrección, la parábola del hijo pródigo, que contiene en sí –anticipadamente– el anuncio de la victoria sobre la muerte. Acerquémonos, pues, a la narración de Lucas para ver de cerca esta belleza que salva, analizar los gestos de los personajes y ver en ellos los destellos de la Resurrección.

Parábolas lucanas

El capítulo 15 del evangelio de Lucas contiene tres parábolas, conocidas como “de la misericordia”, muy conexas literaria y teológicamente. Las dos primeras, la de la oveja perdida y la moneda perdida, son una invitación a compartir el gozo por la conversión. La tercera, la parábola del hijo pródigo, quiere responder a las objeciones contra esta invitación a la alegría. El clima de alegría es la música que con más frecuencia resuena en la última parábola, algunos autores han hablado por ello de la “alegría soteriológica de Dios”2, la cual celebramos en toda su hermosura los días pascuales.

Hay algunas antítesis en estas parábolas, como la bina dentro –fuera, que nos señala dónde uno puede perderse y por qué se pierde el hombre: una oveja se pierde en el desierto, una moneda se pierde dentro de casa, el hijo menor se pierde fuera, en un país lejano, el hijo mayor se pierde dentro de casa, sin haberla dejado, pero cuando es invitado por el padre a entrar en la casa en fiesta, no quiere.

El narrador busca provocar la sorpresa en el lector3. En el centro vertebral de los capítulos está la figura de Jesús, pero todo el discurso parabólico gira en torno a la casa, donde nos vamos a detener.

El pastor reintegra la oveja en la casa, ya que dice el texto que “cuando la encuentra, la pone contento sobre los hombres; y al llegar a la casa, convoca a los amigos…” (eis ton oikon). La mujer, que ha perdido la moneda, realiza una búsqueda afanosa, “barre la casa y busca cuidadosamente…” (ten oikian). El hijo menor con el sustantivo padre ya engloba semánticamente a todos los efectos la palabra “casa” aunque explícitamente no aparezca la palabra “casa”, “ir hacia el padre” significa marchar hacia la casa de su padre, que se llenará de fiesta por la vuelta del hijo alejado. El hijo mayor es descrito por su ambigua relación de distancia o cercanía con la casa paterna. Este comienza un movimiento de acercamiento, dice el texto que “se acercaba a la casa” (te oikia), sin embargo se niega a entrar en ella, el camino se trunca con violencia y no sabemos si llegó a entrar tras el diálogo con el padre, al menos el texto no lo dice. El padre es quien está permanentemente en la casa; la abandona por unos instantes para hacerse el encontradizo con sus hijos, sale corriendo para acoger al pequeño y también sale para invitar a entrar al mayor a la fiesta que se celebra dentro de la casa.

Así que, es la casa del padre el eje en cuya relación los personajes van reflejando sintomáticamente su conducta: se alejan, vuelven, la rondan pero sin acabar de entrar. La Resurrección que celebramos no es sino la vuelta definitiva a la casa del Padre de Jesús, que abre el camino a toda la humanidad. Para seguir avanzando tras del camino abierto por su victoria, es saludable confrontarse con interrogantes: ¿Cómo es nuestra conducta respecto a la casa? ¿Con qué gestos de los personajes me identifico?4 En esta casa es donde resuena la voz del Padre, y donde podemos entrar o quedarnos siempre fuera, en los alrededores, preguntando, merodeando, pero sin entrar de verdad dentro.

Las tres parábolas del capítulo 15 de Lucas, llamadas del “reencuentro” por algunos autores5, concluyen con una explosión de alegría que llena la casa, la fiesta es la conclusión de todas las búsquedas verdaderas. Es importante que todos participen de esta alegría, porque así participan de la casa.

Pero hay una parábola donde todos no entran en el corazón de la casa, en la fiesta, es la del hijo pródigo, por tanto no todos participan de la resurrección y la alegría. Veamos de cerca las actitudes de los personajes.

Parábola del hijo pródigo

Hijo menor

El hijo menor de la parábola estaba bajo la tutela providente del padre en la casa; al marcharse a un “país lejano” está al servicio de un extranjero, un amo que le manda al campo. Este hijo menor ha perdido el contacto con la casa, está en el campo, con todas las connotaciones que tiene el campo en la Escritura, porque fue donde Caín mató a Abel, y donde fue José para ver a sus hermanos y le vendieron a una caravana que se dirigía a Egipto. El campo era donde asiduamente trabajaba el hermano mayor.

Frente a la relación filial con su propio padre en su misma casa, ahora el hijo menor está al servicio de un pagano en tierra extraña. Éste no le suministra el pan de la casa, el pan de los hijos, sino que le manda a los campos a guardar cerdos. Tampoco se preocupará de su alimento, no le dará ni siquiera las algarrobas que comen los cerdos. Junto con la pérdida de la casa y su abrigo ha perdido el alimento, condiciones necesarias para que se dé el desarrollo de la vida. Está en juego la vida, no es algo colateral todo lo que ha abandonado al irse de la casa.

Pero “entrando en sí mismo”, dice el autor, siente nostalgia de “un pan en abundancia”, que el texto expresa con el vocablo perisseuo, que significa abundancia o ser en exceso. Y es que la casa del padre es siempre lugar de exceso de pan, de vino, de acogida entrañable y desbordante, de fiesta, lugar de sobreabundancia… imagen del Reino de Dios en la Escritura. La escasez está fuera de la casa, en tierra lejana, no es cualidad del Reino de Dios. De hecho los evangelios describen la sobreabundancia de pan que Jesús, en oración al Padre, proporciona a la multitud hambrienta, la sobreabundancia de vino en Caná… y todo para revelar el rostro de Dios. Necesita volver a habitar su casa. Para realizar este camino de vuelta a la casa de la abundancia, el primer paso es entrar en sí mismo, y experimentar la carencia frente a la abundancia de pan en la casa del padre.

Es cierto que este hijo tiene hambre de pan, pero más honda que esta hambre, está metida dentro de él la añoranza que siente por su padre y su casa. Sentir hambre va a ser salvación para este hijo menor, es lo que le hace entrar dentro de sí y hacer consciente su añoranza de encuentro personal con el padre, aunque sólo vuelva como un jornalero6. Por eso toma la determinación enérgica de volver a la casa, “me pondré en camino hacia mi padre”. Este bienestar ansiado por el hijo se encuentra, no en un lugar deshabitado, ni en una geografía extraña, sino en su padre, lugar personal de acogida. Volver a la casa es volver a encontrar el corazón del padre que acoge, lo que no tenía fuera de ella.

El padre

En los evangelios sinópticos, y de manera especial Lucas, el personaje central de la parábola tiene como función mostrar la actuación de Dios, la cual refleja su corazón. El comportamiento del padre es conmovedor: sus ojos dice el narrador que “estando todavía lejos, vio al hijo que volvía”, sus pies corren al verlo, sus entrañas se conmovieron, con sus brazos y manos se “echó sobre su cuello” y le cubrió de besos.

El padre cada día dejaba la casa pero para mirar la vuelta esperada del hijo, para ser portador de lo entrañable de la casa. Cada gesto del padre habla de lo que hay en su corazón, el padre es una palabra para el oído aventajado. Y en su casa, además de ser acogido el hijo que vuelve, se recobra la dignidad de hijo con tres gestos importantes: poniéndole la túnica, el anillo y las sandalias.

“Sacad la mejor túnica y vestídsela” (v. 22), dice el narrador. La cualidad de la túnica ha sido discutida, depende del sentido del adjetivo proten. La mayoría de los autores coinciden en que tiene sentido de cualidad, por tanto responde a la túnica de “mejor calidad” que haya en la casa (cf. Ez 27, 22; Am 6, 6). Es una casa con túnicas valiosas, que en el lenguaje bíblico es “de lino”, pero veamos su simbología.

Existe dentro de la Biblia toda una simbología del vestido. Desde las túnicas de piel que hizo Dios para Adán y Eva (Gn 3, 21) hasta la última bendición del Apocalipsis, que dice: “Dichosos los que laven sus túnicas” (Gn 22, 14) dando acceso al árbol de la vida.

El vestido en el lenguaje bíblico adquiere una significación religiosa y muestra la identidad de la persona y su destino. Dios cambia el destino de su pueblo, le concede un año de gracia (Is 61, 1 – 8); el pueblo acepta mediante el cambio de vestidos, y dice: “Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios; porque me ha vestido un traje de gala, y me ha envuelto en un manto de triunfo” (Is 61, 10).

La idea bíblica es la siguiente: para mostrar que una persona recibe una dignidad superior, debe recibir una impronta que la califique, un vestido que lo distinga: es la túnica (stole). Aparece así la túnica suntuosa del hijo pródigo, con la que el padre reviste a su hijo para testimoniar que ha sido acogido con toda dignidad en la casa. Más aún, adquiere una dignidad hasta entonces no tenida, una túnica especial con la que se reviste la nueva vida de un ser que estaba muerto y ha vuelto a la vida. Podemos, pues, llamarla la túnica de la dignidad.

“Ponedle un anillo en la mano” (v. 22), dirá el padre como segundo símbolo de la entrada a la casa. En estas palabras se oye el eco de la historia de José, vendido como esclavo, cuando el Faraón le dice: “Mira te he puesto al frente de todo el país de Egipto. Y Faraón se quitó el anillo de la mano, le hizo vestir ropas de fino lino y le puso el collar de oro al cuello” (Gn 41, 42 – 43). En el relato el anillo es signo de autoridad y enaltecimiento.

En el Nuevo Testamento el anillo (daktylios) sólo aparece en esta parábola y en la carta de Santiago (Sant 2, 2). Al decir el padre “Ponedle un anillo en la mano” está diciendo a todos que recupera no sólo la dignidad de hijo, sino la autoridad que sólo un hijo vivo puede tener. Es casi una proclamación de que este hijo está vivo. Igual que en la historia de José, el Faraón le entrega un anillo como señal de ser elevado de esclavo a visir o administrador de la casa, el hijo menor también con este gesto es enaltecido.

Por último el padre ordena “ponedle las sandalias en los pies” (v. 22) Este simple gesto tiene un triple significado: la libertad, la autoridad, y el tiempo de la alegría. Las sandalias son la señal de un hombre libre. Los esclavos andan descalzos. Poner las sandalias es un gesto que equivale a otorgarle la plena libertad. Pasear calzado por una casa o un terreno significa para la cultura hebrea posesión o propiedad, así pues, el hijo menor entra en la casa del padre como en su propia casa. Y por último, las sandalias no se llevan en época de luto o de exilio. Para el hijo de la parábola ya ha terminado el tiempo de la esclavitud, del exilio y de la tristeza, ha llegado el tiempo de la alegría7.

El hijo reingresa en la familia con este triple don. Aparece dotado de dignidad (túnica), autoridad (anillo) y provisto de libertad para caminar por su casa (sandalias), como propietario. El hijo pródigo, revestido de la mejor túnica, anillo y sandalias, es un ser nuevo. Este profundo cambio interior debe manifestarse al exterior, por eso aparece en la casa la fiesta.

El padre dirá “celebremos un banquete de fiesta” (v. 23), pero literalmente sería “alegrémonos comiendo (phagontes)”. La alegría en esta casa se va a manifestar en la participación de una comida. Este matiz de alegría en contexto de comensalidad es peculiar de Lucas, y es un gozo (euphraino) fundado en la comunión de personas, que expresa a su vez la relación íntima con Dios (cf. Sal 9, 30; 30, 8), una alegría que comparte toda la casa, no es una fiesta privada, sino de todos, universal.

El hijo mayor

Sin la aparición de este hermano la parábola quedaría inacabada. La parábola nos presenta la ubicación del hijo mayor que no está en la casa, “estaba en el campo” (v. 25), lejos de la casa paterna y distante del reciente encuentro entre el padre y el hermano menor. Este estar en el campo evoca a Caín, que también es el mayor, y que comete el asesinato en el campo (Gn 4, 8).

A la vuelta del campo, mientras se acerca a la casa, en la que nunca acaba de entrar, escucha música y cantos, y preguntó que era aquello a uno de los criados, no al padre directamente. Al descubrir que era una fiesta en honor del hermano menor dice el evangelista que se llenó de ira y no quería entrar. Con debilidades se puede entrar en la casa para encontrar la gratuidad, pero con prepotencias uno se queda fuera de la fiesta y de la casa.

Aparece una gran antítesis, frente al júbilo de la misericordia y el estremecerse las entrañas del padre, aparece el “llenarse de ira” del hijo mayor, mostrando lo que se da dentro de la casa y lo que se da fuera de ella. Esta actitud del hijo mayor es paralela a la de Caín que andaba “irritado sobremanera y cabizbajo” (Gn 4, 4), dice el relato del Génesis, es decir, sin los gestos de la amistad, que en el lenguaje bíblico era el “cara a cara” de Moisés. En apariencia este hijo es cercano a la casa, pero en realidad está muy lejos del corazón de ella.

El campo, imagen que aparece en el relato de Caín y Abel tres veces, se convierte en escenario de la discusión y de la muerte, queda resaltado como lugar teñido por la sangre, como el “campo de sangre” que, dando un salto en la historia, nombra el evangelio de Mateo como el lugar que compraron los sumos sacerdotes con las treinta monedas devuelta por Judas (Mt 27, 6 – 8).

El hermano mayor de la parábola cree que el padre le ha preferido antes que a él. De ser el mayor ha pasado a ser el menor en la estima paterna. Quien ha venido a casa en último lugar, ahora le arrebata el primero.

El hijo mayor no quería entrar en la casa. Este verbo está en imperfecto (ethelen) que muestra una acción continua que se prolonga en el tiempo, no es pues un arranque momentáneo, sino que es algo continuo. Es la obstinación de no querer entrar en la casa, y hace que el padre salga de la casa a su encuentro.

“Su padre salió y le insistía” (v. 28). Dos verbos de dirección, pero en sentido opuesto, marcan el itinerario de un encuentro que parece imposible: el no querer entrar en la casa del hijo mayor y el salir de la casa del padre. El padre le insistía, dice San Lucas, en griego parakaleo, que contiene connotaciones de llamar junto a sí, cerca de sí (para), invitar, pedir, y llamar a la belleza o a la bondad (kaleo – kalía – kalós)8.

La actuación del padre es un intento de persuasión para cambiar la mirada del hijo mayor, para que pueda ver la belleza de la casa y los acontecimientos, pero es fallido por la cerrazón del hijo. El hijo mayor vive anclado en el pasado, por eso le reprocha los años de servicio y le dice: nunca he transgredido, nunca me has dado… siempre en pasado. Pero el padre le cambia el pasado en presente y le dice: “tú siempre estás conmigo” y “todo lo mío es tuyo”.

Pero ¿no dice el salmista: “Los que buscan al Señor no carecen de nada” (Sal 33, 11)? ¿Por qué el hijo mayor se siente carente…? ¿A quién está buscando? ¿Está siempre con el padre o dónde está?

El lenguaje del hijo mayor es muy significativo: “Mira, cuántos años te llevo sirviendo” (v, 29), la palabra empleada es douleuo, que significa trabajar como un esclavo. El hijo mayor ni siquiera se coloca en la categoría de los jornaleros, sino en la de los esclavos. Contempla su vida como una existencia en la dureza del servicio; un presente continuo de trabajo duro, propio de esclavos (doulos).

Lo contrario del esclavo en una casa es el hijo, pero el hijo mayor es incapaz de verse a sí mismo como tal. Su vida de no quebrantamiento de ninguna de las normas no le ha ayudado a acercarse al padre, sino alejarse de él, de su corazón, de su forma de ver la vida, de todo lo suyo…Centró su vida en no transgredir, nunca deseó la gratuidad del don y de la fiesta, por eso se ha alejado de la identidad de hijo9.

Sin embargo el padre sigue tratándolo como hijo en un lenguaje afectivo casi materno, y le dice: “Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo” (v. 31). Utiliza la palabra teknon que es un diminutivo del lenguaje materno, con el que la madre griega llama al hijito recién alumbrado. Y le habla de vida compartida y de comunión de bienes. “Tú siempre estás conmigo” quiere decir, en el sentido bíblico, tú nunca has estado muerto ni perdido, como tu hermano, has estado siempre conmigo en la casa, que es casa de Vida y Belleza. Además esta expresión, “Tú siempre estás conmigo” (pantote met’emou ei), en el evangelio de Lucas muestra la condición de discípulo. Incluso en Marcos se dice expresamente que Jesús eligió a doce para que “estuvieran con él” (3, 13).

Esta expresión es usada por Jesús en dos ocasiones en la narración evangélica de Lucas: “Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo (met’emou) en mis pruebas, yo, por mi parte dispongo un Reino para vosotros, como mi padre lo dispuso para mí” (Lc 22, 28 – 29). Y “En verdad, en verdad te digo que hoy estarás conmigo (met’emou) en el paraíso” (Lc 23, 43). Así, pues, “estar con el Padre” equivale a gozar de su intimidad, tal como los discípulos con Jesús, es decir, significa estar en el paraíso, gozar de una compañía anudada en una renovada relación de alianza, tal como dice el Apocalipsis: “Cenaré con él y él conmigo (met’emou)” (Ap 3, 20).

La siguiente expresión: “Todo lo mío es tuyo” desvela una relación muy profunda. Son las mismas palabras con las que se dirige Jesús al Padre en la oración suprema de su vida, conocida como la oración sacerdotal: “Todo lo mío es tuyo, y todo lo tuyo es mío” (Jn 17, 10). Así Jesús manifiesta la comunión plena con el Padre, algo que el hijo mayor desconoce, aún no es el suyo un corazón de hijo. Con esta expresión, tanto en la oración sacerdotal como en la parábola de Lucas, se expresa la unidad familiar, viene a iluminar el valor de la unidad familiar reflejo de la de Dios; subraya con ella una unión más íntima, la que se da entre el Padre y Jesús, de la que es imagen el padre y el hijo en la parábola10.

El padre, aún así, continua en diálogo con el hijo mayor: “Era necesario celebrar una fiesta y alegrarnos” (v. 32). Este ser necesario, dei en griego expresa el pasivo divino, una acción cuyo sujeto sólo es Dios, y manifiesta el plan de Dios, la fiesta entra dentro del plan de Dios, que debe realizarse conforme a su designio insondable y misterioso. Para entrar en la casa hay que pasar necesariamente por la puerta del hermano, de alegrarse en tono de fiesta por la vida del hermano que ha sido encontrado, porque esta es la puerta por donde entra el padre.

La parábola presenta la imagen del padre como una persona con un amor incondicional e ilimitado. Para entrar en la casa y en la fiesta hay que tener las entrañas del padre, entrañas que se conmueven. Y hay que tener las mismas razones que él para la alegría: que el hermano muerto y perdido ha sido devuelto a la vida y encontrado.

El final de la parábola algunos autores dicen que está abierto y no resuelto, otros dicen que sí está zanjado: el menor entra en la casa, en la fiesta y en las entrañas conmovidas del padre, el mayor queda fuera y sólo ligado al campo y a su dura servidumbre.

Ampliando nuestra perspectiva hacia toda la parábola, se observa que existen dos movimientos opuestos que la recorren: de convergencia y de divergencia. Desde la lejanía, el hijo menor se acerca a la casa del padre; desde la cercanía, el hijo mayor se aleja de la casa. Se da aquí lo que algunos autores han llamado “una auténtica maravilla de arquitectura narrativa”11.

Conclusión

La Resurrección se nos revela en esta parábola, a través de gestos elocuentes, como un éxodo del hombre hacia Dios y de este hacia la humanidad para vivir la fiesta de la ternura del Padre.

Desde la acción del hijo menor, podemos concluir que la Resurrección es un abrazo del Padre, puerta de entrada a la fiesta de la nueva vida. Un abrazo entrañable que concluye un éxodo continuo de la casa al camino de unos ojos que buscan ver al hijo y besarlo.

El encuentro de ambos, y el acceso abierto a la casa en fiesta, con el traje de la dignidad y la libertad plena de alegría, son gestos que en germen muestran la vida a la que, por la Pascua de Cristo, accedemos todos.

En contraposición, según el gusto lucano de la antítesis, los gestos del hermano mayor, nos manifiestan lo que no es Resurrección y Vida. La “vida espiritual” de todo creyente, entretejida con un doble lazo de amor al Padre y a los hermanos, está ausente en el hermano mayor. Se alejó de la relación cercana con el Padre. Lejano en su prepotencia y en sus cálculos, se quedó fuera de la casa en fiesta. Una fiesta donde se saborea que todo lo del Padre es mío, y por tanto el hermano es parte de lo mío, su suerte, sus gozos y sus penas, todo se convierte en lazo de cercanía y resurrección, porque la resurrección mía pasa por la vida del hermano y por el abrazo del Padre.

1 Benedicto XVI, Exhortación Apostólica possinodal Verbum Domini. La Palabra del Señor, Roma 2010, n. 106.

2 F. Contreras Molina, Un padre tenía dos hijos, Verbo Divino, Estella (Navarra) 1999, 22 -23.

3 R. Meynet, Il Vangelo secondo Luca. Analisi Retorica, Roma 1994, 470; J. N. Aletti, L’art de raconter Jesús Christ. L’ecriture narrative de l’évangile de Luc, Paris 1889, 153.

4 J. J. Bartolomé, Comer en común: una costumbre típica de Jesús y su propio comentario (Lc 15): Sales 44 (1982), 678.

5 A. Pronzato, El abrazo del padre. El hijo pródigo cuenta su aventura, Santander 2003, 43.

6 R. Couffignal, Un pére au coeur d’or;aproches nouvelles de Luc 15, 11 – 32: Rthom 91 (1990) 95 – 111.

7 M. Lurker, Diccionario de imágenes y símbolos de la Biblia, voz “anillo” y “sandalia”, Córdoba 1994, 20s; F. Bovon, La parabole de l’ènfant prodigue. Premier lecture, en “L’ oeuvre de Luc: ètude d’exégese de theologie”, F, Bovon (dir.), París 1975, 29 – 51.

8 M. Balagué, Diccionario Griego-Español, Madrid 1971, 359, 756; H. G. LIDDEL, A Greek-English Lexicon with a Supplement, Oxford 51961, 1311.

9 Mª J. Rueda, ¿Cómo eres, Dios?¡Dios, cómo eres!, Madrid 1998, 97-98; M. Rupnik, Le abrazó y le besó, Madrid 1997.

10 J. Caba, Cristo ora al Padre. Estudio exegético-teológico de Jn 17, Madrid 2007, 709 – 710; G. Rossé, Il vangelio di Luca. Commento esegetico e teologico (Col. Scrituristica di Cittá Nuova) Roma 1992, 616.

11 M. A. Vázquez, El perdón libera del odio: Lectura estructural de Lc 15, 11 – 32: ComSev 11 (1978), 307.

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